Croniquillas del verano y otoño sangriento de 1936. El “Día del Dolor” y las “cruces de los caídos”.  Ángel Iglesias Ovejero

En el calendario nacional-católico el día 20 de noviembre se celebraba el “Día del Dolor”, cuya finalidad inicial era santificar la figura de José Antonio Primo de Rivera, para lo cual ya existía una fiesta previa el 29 de octubre: el “Día de la Fe”. Esta era una conmemoración señera en la que se recordaba el mito fundador de la Falange: el discurso del 29 de octubre en el Teatro de la Comedia de Madrid. En la “Formación del Espíritu Nacional”, ya en el primer curso de bachillerato, se resumían las “afirmaciones” básicas de aquel discurso que se convertirían en “consignas”, de obligado conocimiento entre los escolares: “La injusticia social era motivo de huelgas y desmanes (…), “los separatismos estaban de moda”,  “el destino de los españoles se había olvidado por completo” y José Antonio estaba “lleno de una gran fe en el espíritu nacional (…) y se lanza a la lucha de la inteligencia y la acción contra los enemigos de España (…)”, tarea en la que fue secundado “de aquella vanguardia de paladines, en la que los buenos españoles cifraban sus mejores esperanzas” (J. García García, oficial instructor del Frente de Juventudes, Formación del Espíritu Nacional, primer curso, 1955: 112). A los “instructores” de esta doctrina se les olvidaba explicar que los “paladines” de la Falange seguían al pie de la letra el método de la violencia que su fundador preconizaba (y que por estos pagos dio los resultados expuestos en estas croniquillas), por lo cual aquel partido fue ilegalizado y el jefe detenido y llevado a Alicante por orden del Gobierno de la República, cuando sus correligionarios secundaron el Alzamiento militar del 18 de julio.  

Como es sabido, José Antonio fue acusado de conspiración y rebelión militar, y por ello condenado a muerte por un tribunal popular y ejecutado. Esto allanaba el camino de la jefatura “nacional” de Franco, que, no habiendo hecho gran cosa por salvar de la muerte a un presumible contrincante, por añadidura, supo sacar provecho de una glorificación del “Ausente” que se fraguaría durante la misma guerra. En 1939, Eugenio Suárez, en su Recordatorio de José Antonio, ya ofrecía una polifónica celebración de la misión mesiánica del personaje, con epítetos aplicados por antonomasia y evocadores de motivos enraizados en la Biblia, la Historia Antigua y el Nacional-sindicalismo: Profeta, Ausente, Elegido, César, Camarada, Precursor (Zira Box Varela, La fundación de un régimen. La construcción simbólica del franquismo, tesis, Universidad Complutense de Madrid, 2008, eprint.ucm.es/8572/17/T30783.pdf: 172-173). En 1939 el cadáver de José Antonio fue trasladado a El Escorial y 20 años más tarde depositado junto al altar mayor de “la basílica del Valle de los Caídos”.  Pero, a juicio de sus propios seguidores, Franco, que había vampirizado el mito del “Ausente”, parecía que no estaba dispuesto a dejarle disfrutar en exclusiva de aquel faraónico lugar de memoria. De modo que, con la ayuda “providencial” o no de su entorno, vino a fallecer oficialmente un 20 de noviembre (1975), y ocupó el sitio previsible, de modo que José Antonio sería un trofeo macabro entre otros muchos allí depositados (más de 30.000), amigos o enemigos, caídos en el frente o ejecutados por la vía judicial o extrajudicial.

El monumento del Valle de los Caídos se declaró de urgente construcción un año después de finalizada la guerra (01/04/40) y se terminó en 1958. En las peligrosas labores de su erección y accesos participaron los presos republicanos (se ha hablado de 20.000), atraídos por el señuelo de “la redención de penas por el trabajo”. Muchos dejaron allí sus vidas. En el segundo lustro de los años cincuenta los escolares madrileños que merodeaban por allí en verano podían encaramarse, a hurtadillas, en las tapias del recinto y vislumbrar las barracas de los presos. Algunos de éstos aparecían a lo lejos en las obras de la explanada de entrada a la basílica. Poco después, dichos escolares tendrían el privilegio de seguir por la televisión los actos de inauguración, presididas por el mismísimo Franco (01/04/59). Las polémicas sobre el destino de este monumento todavía colean casi 60 años más tarde, dado que el art. 16 de la Ley de Memoria Histórica no parece satisfacer a nadie : “se regirá estrictamente por las normas aplicables con carácter general a los lugares de culto y a los cementerios públicos” y “no podrán llevarse a cabo actos de naturaleza política ni exaltadores de la Guerra Civil, de su protagonistas, o del franquismo”; pero resulta obvio que es un monumento de exaltación del franquismo y de dos de sus principales figuras.

Un año antes de que se iniciaran las obras del Valle de los Caídos (1940) ya se habían puesto los cimientos ideológicos de otras numerosas cruces en todo el territorio español, conforme a las pautas avanzadas por “el Caudillo” en un discurso del 3 de abril de 1939, que insistía en el papel de los “mártires” y “caídos” para el logro de la Victoria. Pocos meses después, una orden del Ministerio de la Gobernación (07/08/39) regulaba la construcción de dichos monumentos. Se trataba de “dar unidad de estilo y de sentido a la perpetuación por monumentos de los hechos y personas de la Historia de España, y en especial a los conmemorativos, de la guerra y en honor de los caídos”  (Zira Box, op. cit.: 176). En el territorio de la antigua retaguardia “nacional” esto no era una novedad. Desde el 16 de noviembre de 1938 regía un decreto  para que los nombres    de los “caídos por Dios y por España” figuraran en las paredes de las iglesias. La sumisión de la Iglesia española al poder de Franco solo sería contestada por el cardenal Segura (Sevilla) en 1940, por considerar que estas concesiones regalistas estaban reñidas con el canon 1.178 del Derecho Canónigo (Díaz-Plaja 1976: 44).

El Administrador Apostólico de la diócesis de Ciudad Rodrigo no debía de tener esta clase de escrúpulos, como prueban los letreros con el nombre de José Antonio en dos iglesias de la Ciudad, recientemente limpiadas por orden del Ayuntamiento. Pero de ordinario los listados de “caídos” se ponían en cruces aledañas de las iglesias. En algunos pueblos las lápidas se retiraron en los años siguientes a la Transición democrática, pero en pueblos como Agallas, El Bodón, Casillas de Flores, Cespedosa de Agadones y tantos otros estos monumentos conmemorativos de la guerra civil y del franquismo, siguen intactos, con el beneplácito de las autoridades municipales, bien porque ellas mismas se sientan habitadas por “el espíritu nacional” de antaño o porque no se atrevan a oponerse a vecinos reaccionarios. En todo caso, hoy son monumentos ilegales, de acuerdo con el art. 15 de la mencionada Ley de Memoria Histórica. Y esto sucede porque la Administración competente no echa mano de un arma realmente disuasiva, aunque no produce heridas mortales:

 

“Las Administraciones públicas, en el ejercicio de sus competencias, tomarán las medidas oportunas para la retirada de escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de exaltación, personal o colectiva, de la sublevación militar, de la Guerra Civil y de la represión de la Dictadura. Entre estas medidas podrá incluirse la retirada de subvenciones y ayudas públicas” (subrayado añadido).

 

Por otro lado, sigue siendo de urgente ejecución otro apartado de la misma Ley:

   

“El Gobierno colaborará con las Comunidades Autónomas y las Entidades Locales en la elaboración de catálogos de vestigios relativos a la Guerra Civil y la Dictadura a los efectos previstos en el apartado anterior” (subrayado añadido).

 

Así que, como ha sucedido con otros aspectos de la Memoria Histórica, mejor será encomendarse a la iniciativa de personas interesadas para establecer este inventario de objetos y símbolos franquistas que son otras tantas manifestaciones de la incuria de las autoridades democráticas en esta Comunidad.

 

 

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