Sebastián BONILLA RONCERO

 

6 de julio de 1885 – 14 de agosto de 1936

Por Jesús Bonilla Calvo

(traducido del francés por AIO)

 

 

 

Mi abuelo Sebastián BONILLA RONCERO nació el 6 de julio de 1885 en Robleda, hijo de Marcelo SÁNCHEZ y de Eugenia BONILLA.

Su padre, Marcelo SÁNCHEZ, era un modesto jornalero, original, sin letras pero narrador y autor autodidacta de coplas, refranes y estribillos en que daba rienda a la burla y la crítica de otros lugareños cuyos defectos ponía en solfa, para delicia de los unos y disgusto de los otros. Se ausentaba largos períodos para recorrer los caminos en busca de trabajo y de otros horizontes. Hombre de humor a veces, medio poeta para unos, zumbón inestable y marginal para otros, desentonaba, según cuentan las personas que lo conocieron, de los otros vecinos del pueblo. Se casó, después se separó al cabo de unas semanas o meses de la boda por razones que todavía resultan oscuras, y finalmente se juntó con Eugenia BONILLA RONCERO, de la cual tuvo un hijo único –Sebastián– que no pudo reconocer, por haber nacido fuera del matrimonio y, por tanto, considerado ilegítimo. Por esta razón Sebastián no llevó nunca el apellido SÁNCHEZ y fue considerado hijo natural de Eugenia BONILLA RONCERO. Con esta filiación, en una época y en un país donde las reglas impuestas por la tradición y la moral cristiana eran difícilmente franqueables, Sebastián difícilmente podía construirse una imagen conforme a la norma en vigor.

Por los diversos testimonios de quienes lo trataron, de él se sabe que había heredado de su padre un carácter extraño y caprichoso. Y que su concepción de las cosas y de la vida no era forzosamente el mismo que la del cura del pueblo. Amaba la libertad y no necesitaba de Dios para respetar a sus semejantes. Dotado de gran fuerza física, era duro en el trabajo y apreciado por sus amos, pero no permanecía mucho en parte alguna y pasaba por inestable. Se apasionaba enseguida por las cosas y por la gente, trababa amistad al punto con el primer llegado, a quien generalmente atribuía todas las cualidades, en sus impulsos de ingenuidad y de entusiasmo, de manera que en una comunidad en que había carencia de todo y donde la miseria y la ignorancia servían de tierra de cultivo al egoísmo y la desconfianza, fueron muchos los que pusieron sus espontaneidad y su generosidad en la cuenta de la necedad y, más tarde, acabaron algunos por ver en ello una desviación subversiva.

Por lo demás, Sebastián llevaba una vida idéntica a la de los otros campesinos pobres de la vecindad. Trabajó desde su tierna infancia, derramó el sudor sobre una tierra poco fértil en la que se afanó para él mismo y para los otros. Como la mayor parte de la gente de su condición y de su época, no fue a la escuela ni accedió al saber. Además, al ser considerado sostén de la familia, ni siquiera cumplió el servicio militar que, a falta de algo mejor, al menos le hubiera abierto una pequeña ventana al mundo.

Se casó relativamente joven, en 1907, con Tomasa RAMAJO, que dio a luz el 4 de noviembre de 1908 a su hijo Emilio BONILLA RAMAJO, que más tarde todo el mundo llamaría Carlos.

Aparte su gusto por la libertad de palabra y obra y su carácter extraño, todo lo predisponía para estar condenado a vivir miserablemente en ese universo cerrado y sin esperanza, y a compartir la suerte de los otros campesinos pobres de Robleda. Sin embargo, su anticonformismo latente le ayudaría muy pronto a comprender que se puede hacer otra cosa que callarse y doblar el espinazo, saliendo a ver en otra parte.

Pronto tomó conciencia de que no podía satisfacer con decencia las necesidades de su familia quedándose en el pueblo y decidió finalmente probar suerte, tomando contacto con su primo Jacinto SÁNCHEZ que vivía en Francia desde hacía varios años, en una pequeña localidad del departamento de La Viena llamada La Torchaise, donde  explotaba una cantera de cal, quien accedió a darle trabajo.

A fines del verano de 1911, Sebastián, cuya esposa estaba encinta de poco tiempo, marchó solo a casa de su primo con la esperanza de poder efectuar pronto la reagrupamiento familiar, cuando las condiciones fueran más favorables. Pero el destino decidió otra cosa.

Tomasa dio a luz a una niña –Eugenia– el 22 de mayo de 1912, y murió poco después a consecuencia del parto. Sebastián no recibió la noticia sino al cabo de varias semanas, quizá meses más tarde. Regresó desesperado al pueblo donde le anunciaron que su hija había muerto al nacer, lo que no corresponde a la realidad del extracto del acta de nacimiento en mi posesión, donde no figura ninguna mención marginal que confirme el fallecimiento. Seguramente fue al hospicio como tantos otros niños de aquella época, pues en ausencia del padre, la familia probablemente no podía permitirse otra boca que alimentar.

Sebastián recuperó a su único hijo a quien se llevó a Francia, donde siguió trabajando algunos años en la cantera de “tio Jacinto”. Los primos se mostraron generosos y acogedores. Las condiciones no fueron sin duda las mejores para educar a un niño, sobre todo para un modesto obrero de la época, pero la familia Sánchez estuvo un poco ojo avizor y Sebastián se acomodó relativamente bien con su suerte.

En 1914 Francia entró en guerra y la guerra no mató solo a los hombres. En el frente enseguida faltaron atelajes para tirar de los carros y los cañones. Se requisaron masivamente los bueyes y los caballos, entre ellos los de Jacinto SÁNCHEZ, que brutalmente tuvo que parar su actividad y despedir a sus empleados.

La guerra se intensificó y los hombres marcharon por oleadas sucesivas, dejando vacías las ciudades y los campos de su fuerza de trabajo, de suerte que los extranjeros, fueron los bienvenidos. A Sebastián no le iba a faltar el trabajo. Se puso de nuevo en camino, y a pesar de las dificultades, nunca abandonó a su hijo, pero pronto se dio cuenta de que hacía falta darle otra madre. Volvió, pues, a Robleda, donde efectuó una breve estancia y se casó con “Lucía”, de quien no tuvo hijo alguno. Pero sabía entonces que su destino estaba en otra parte. Volvió enseguida a Francia en busca de nuevos empleos y participó sobre todo en la construcción de líneas ferrocarril en La Viena y en el centro de Francia, donde alternó con toda clase de trabajadores salidos del proletariado o subproletariado de las ciudades y el campo.

En La Torchaise, que fue en esta época su punto de atadero, se benefició de la benevolencia del herrero –André VILAIN– y de su familia, que tomaron afecto a su hijo, a quien hospedaron a cambio de pequeñas tareas y a quien entregaron incluso un certificado de aprendiz de herrero a su marcha algunos años más tarde.

Este período pasado en La Viena entre campesinos y obreros franceses, laicos y republicanos de corazón, acogedores y generosos, aunque no nadaban en la riqueza, fueron para ellos, según decía mi padre, unos años relativamente felices que les ofrecieron la prueba de que había lugares donde, sin ser ricos, era posible ser respetados y vivir decentemente de su trabajo.

Las cosas podrían haber seguido así, y Sebastián y su familia habrían podido instalarse definitivamente en esta vida laboriosa que les permitía al menos acceder al mínimo vital, pero los franceses volvieron del frente, los campos recobraron su ritmo normal, los extranjeros fueron de nuevo relegados a las tareas más duras, y Sebastián decidió irse más lejos y probar fortuna en otra parte.

Se puso en marcha hacia otros horizontes. Certificados de trabajo prueban su paso por numerosas localidades, incluido el Norte de Francia, pero terminó por instalarse, con Carlos y Lucía, en la región de París, donde vivió en el 68 rue du Port (calle del Puerto) de Aubervilliers.

En los años veinte, Francia se recuperaba de la gran guerra, los trabajos industriales no faltaban y la mano de obra extranjera era apreciada en ellos. Sebastián y Carlos trabajaron en las numerosas fábricas situadas en el entorno de Aubervilliers (fundiciones, jabonerías, productos químicos). Vivieron en barracas de madera como la mayoría de los proletarios franceses de igual condición, pero ganaron relativamente bien sus vidas en comparación con lo que habrían conocido en la misma época en España.

Fue en esta época cuando fueron admitidos e integrados en el mundo obrero que se organizaba y ponía las primeras piedras del edificio de los grandes avances sociales. Conocieron, según testimonios de mi padre, la ayuda mutua, el respeto y el reparto. Compartieron con entusiasmo las ideas que guiaban los pasos de sus camaradas franceses, el gran sueño de construir un mundo mejor y descubrieron el socialismo (el verdadero, no el de hoy). Creyeron en la internacional obrera y participaron en las grandes manifestaciones proletarias de la época. Sebastián, incomprendido, oveja negra en su pueblo al fin hallaba su sitio.

Se creó incluso una reputación de rudo trabajador, y como faltaban brazos en las fábricas donde el trabajo era más penoso, algunos patronos y responsables políticos, entre ellos Pierre LAVAL, que entonces era alcalde socialista de Aubervilliers, le pidieron que se encargara de llevar algunos hombres valientes y voluntarios de su tierra natal.

Su barraca se transformó entonces en vestíbulo de estación y en “mesa de san Francisco, donde comen cuatro comen cinco”. Acogió buen número de “robleanos” y sus familias, les dio comida, cama, y les buscó trabajo, sin pedir nada a cambio. Su generosidad ciertamente le atraía los rayos de “Lucía”, pero nada parecía procurarle más placer que compartir su pan.

Aunque a menudo fue mal pagado, y que por cobardía o por miedo, poco se precipitaron en su muerte para hacerle el elogio fúnebre a su bienhechor, él siempre se condujo como hombre de bien. No participó, como han pretendido algunos imbéciles que incluso tal vez hubieran comido su pan, en destilar entre los emigrantes españoles el “veneno de la propaganda marxista”. Contribuyó simplemente y a pesar de su modesta condición a mejorar su condición y la de sus familias y a darles el empujoncito que para algunos ayudó ampliamente a su futuro éxito.

Seguramente todavía se halla entre los vecinos más viejos de Robleda gente que transitó por su barraca y podrían confirmar lo que digo. Hoy se puede considerar, sin ninguna exageración, que el 68 rue du Port fue una de las principales cabezas de puente de la emigración de Robleda hacia la emigración parisina durante el período de anteguerra (civil).

Después se produjo la gran crisis de 1929, los tumultos y la inestabilidad que se siguieron. Los obreros invadieron la calle. Las manifestaciones se intensificaron, así como el paro obrero. El fascismo asomaba la nariz, Sebastián, su hijo y sus camaradas aguantaron y se vieron enfrentados en numerosas ocasiones con las brutalidades de la extrema derecha, e incluso con las que se permitieron los de las cruces de fuego del coronel De la Rocque el 6 de febrero de 1934.

Esto no presagiaba nada bueno en el futuro. Mi abuelo se había convertido en un modesto defensor de la causa obrera, pero no creía en la violencia. En consecuencia, decidió en 1935, sin medir todas las consecuencias, regresar al pueblo en espera de que las cosas se calmaran. Pero nada le esperaba en Robleda. Allí se seguía siendo tan pobre, y él de nuevo ocupó su sitio entre los pobres, arrastrando en su estela al hijo.

Como había adquirido cierta conciencia de clase en Francia y la cólera rugía también en España, se unió al grupo de los descontentos con su hijo Carlos, con el cual se afilió a la UGT y siguió soñando con un mundo mejor. Participaron en las manifestaciones locales y se atrajeron los rayos de los “bien pensantes” seudo-defensores de la Iglesia y de España.


 

La continuación se conoce, y los que, como el profesor Ángel Iglesias, han efectuado un trabajo de investigación, preciso, documentado y en todos los sentidos notable, sobre el terror militar de 1936, podrán mejor que yo relatar las circunstancias de su muerte. Yo, simplemente sé que el 13 de agosto de 1936 de tarde, Sebastián que volvía del campo en mangas de camisa, muerto de cansancio y empapado de sudor, fue acogido delante de su modesta por un carabinero y un falangista a quienes les pidió que le dejaran al menos ponerse una chaqueta para no resfriarse. Sé también que le respondieron que allí donde lo llevaban no necesitaría chaqueta. ¿Podía Sebastián sospechar en ese instante que él, que nunca había hecho mal a nadie, él que  había compartido su pan con tantos compañeros y había soñado con ellos y para ellos un mundo mejor, iba a morir unas horas más tarde, a los albores del 14 de agosto de  1936, abatido como un perro por criminales en uniforme o sin él, que pretendían y han  seguido pretendiendo durante más de 40 años que actuaban por Dios y por España?[1]

Y puesto que esta gente apelaba a Dios, yo, que no apelo a nadie, espero que en su gran bondad Dios les perdone lo que hicieron, y que perdone también a los miserables que humillaron a mi padre hasta su marcha definitiva para Francia, y por quienes Sebastián BONILLA RONCERO y los otros hombres de buena voluntad de Robleda murieron. Vergüenza a ellos y a su memoria, que después de haber esperado a ver hacia donde giraba el viento y para atraerse las simpatías de los vencedores, en el colmo de la ingratitud, han dicho de mi abuelo muchos años después: “No era mala persona, pero era un tonto y lo mataron por haber tenido muy mala lengua”. Vergüenza también a sus hijos, quienes cuando yo tenía más de 4 años, para perpetrar la tradición familiar, iban a esperarme a la puerta de “la escuela de párvulos” de “tia Ramona” me llevaban, en acto de gran bravura, para que me perdiera a la entrada del pueblo para que mi madre, exhausta por el trabajo, y muerta de angustia fuera a buscarme. Yo era hijo y nieto de un rojo. De todos modos ellos hubieran obtenido la absolución del cura si hubieran ido a confesarse. Podían en total impunidad dar rienda suelta a su malevolencia, y a ejemplo de sus padres su odio era tenaz. A través de mí, como buenos pequeños fascistas que eran, todavía escupían contra la memoria de un hombre cuya única falta fue ser bueno y generoso, y que contrariamente a ellos, par para ser bueno no tuvo necesidad de mentar a Dios y la grandeza de España.


[1] Nota de AIO. Según se deduce del testimonio de Laureano Enrique Aldehuelo (21/06/38), Sebastián Bonilla fue ejecutado extrajudicialmente y enterrado en la dehesa de Castillejo de Huebra (término de San Muñoz), junto con otras dos víctimas de Robleda, Santiago (Benito) Montero Sánchez y Juan (Julián) García Milán. Aquel mismo día fueron asesinados en Boadilla, en cuyo cementerio fueron enterrados, otros cuatro vecinos robledanos: Esteban y Tiburcio Mateos Mateos, Emilio Gutiérrez Pascual y Julio Calzada Blasco.